Francisco José Rubio
2 de mayo de 2020
Mucho se está escribiendo sobre el impacto que esta pandemia va a tener entre nosotros. En los medios de comunicación reina el alarmismo económico, la inseguridad de los trabajadores ante la pérdida del empleo, la angustia del empresario ante la ruina de su negocio etc. Todos los afectados ante este terremoto mundial, si apelamos a una explicación meramente biológica, son interpelados por conexiones neuronales que en lenguaje común se traducen como peligro. Ahora bien, puesto que tienen tal sensación, tienen la prueba palpable de que están vivos. Se me dirá que es una vida desgraciada; y es cierto, pero tal vida tiene al mismo tiempo la capacidad de ser cambiada. Nunca he visto de manera tan cerrada la pertenencia a una escala social. Es cierto que tu estatus influye en tu desarrollo, y que tienes todas las probabilidades para permanecer allÃ, pero también existe la posibilidad de que tu suerte, aunque aquà la suerte deberÃa ser sustituida por empeño que ponemos en lograrlo, puede cambiar. Ya lo decÃa Kierkegaard: En lo posible todo es posible. La connotación ontológica es muy relevante: la capacidad de sentir, ya sea de manera negativa o positiva, es prueba irrefutable, sin posibilidad de duda si usamos el lenguaje de Descartes, de que se está vivo y, aunque pueda encontrarse en una u otra escala social, tiene capacidad de acción y de movimiento. Lo ideal serÃa que todos tuviéramos la misma capacidad de acción, lo entiendo; comprendo a su vez que el hombre aspire siempre a lo perfecto, también; pero incluso en este modelo menor podemos actuar. Siempre he criticado aquellos seguidores de la obra de Nietzsche que se quedan en la parte deconstructiva (acabar con los valores cristianos), pero nunca se lleguen a lanzar, por cobardÃa o falta de compromiso, a su parte constructiva: la formación del superhombre. Mutatis mutandi, estos serÃan aquellos que se quejan de los males de la sociedad, de sus injusticias, pero, además de acomodarse a esa sociedad que dicen ver desproporcionada, no se lanzan a cambiarla. Solo emprendiendo el compromiso polÃtico de un cambio social somos honestos con nuestro pensamiento, y esto se hace a través de la acción. Â
Y este es el campo de los vivos pero, ¿y si ahora nos preguntamos por los fallecidos? Alguien puede estar angustiado por saber que no va a comer, pero un sentimiento más profundo es que un familiar suyo ha muerto; un empresario puede hacer números para ver si es rentable abrir su negocio, pero irrumpe en lágrimas al recordar a su mujer fallecida porque contrajo el virus dando un servicio médico. No solo, pues, es importante lo que compete a los vivos, sino cómo tratamos a los muertos. Los muertos no son una mera estadÃstica, ni se puede despachar a fallecidos con un <<desearÃamos que fueran 0>> ¡No! La muerte de un solo hombre, de una sola mujer, ya implica un drama a una pequeña sociedad: la familia. El mundo ha pasado de cubrir veladamente la actuación de la muerte a reducirla a algo numérico. Y si viniera Epicuro a decirnos que en realidad la muerte no existe porque estando vivos no está, y una vez muertos ya ha pasado, lo más probable es que le abofeteáramos la cara puesto que sabemos que, aún sin la capacidad de señalar a la muerte, ha dejado su rastro por el camino. Quien entra en un cementerio y dice <<aquà solo hay muertos>> es que no tiene ninguno dentro. Por el contrario, el que va a visitar a un fallecido se centra en el suyo, y al mirar alrededor no ve una generalidad, sino la particularidad de los sujetos que pertenecieron a un momento particular y son amados y recordados por seres particulares. La muerte es una afirmación de nuestra particularidad porque nadie puede morir por nosotros y a nadie se le puede pagar para que nos evite la muerte. Es algo personal. Pero esto no justifica que, debido a la gran pérdida de particulares, los abandonemos en el saco de lo numérico. Â
Esta es, pues, la diferencia principal entre el mundo de los vivos y los muertos. En el de los vivos un verdadero cambio social se consigue con un mayor número de adeptos a una idea, mientras que cuando uno muere es sacado de esa masa que buscaba un mundo mejor para ser elogiado o expresar decepción ante lo que ese sujeto en particular hizo por la causa. Esto hace que la muerte nos recuerde que nunca podemos escondernos en la masa, aunque su fin sea loable, pues la muerte siempre nos recuerda nuestra particularidad. Aún en una batalla no se muere en masa, sino que caen muchos particulares. Sean pues estos particulares honrados como se merecen. Â