Aleix Martínez Comorera
24 de abril de 2020
La pregunta que da lugar al presente artículo admite una constelación de motivos, el epicentro de los cuales adopta, a mi modo de ver, la siguiente fórmula: a día de hoy, tejer un poema, debería pasar por llenar con un decir-ausencia el <<espacio poético>>, entendido como pérdida de lugar.
En otras palabras: crear un artefacto poético es perder el arte de decir en el acto de re- crear el lugar de una ausencia, que es (o debería ser), el núcleo del poema contemporáneo.
Por el contrario, en este siglo sucede que el poema-yo se ha instaurado como camino, por ser atajo, pero el poema-yo no es siquiera camino, sino –y simplemente– <<atajo- sin-salida>>.
El yo-palabra conduce a restituir la presencia del yo-dañado, lo cual es restituir una mentira estéril, que flaco favor nos hace.
Su literalidad lingüística, falta de cuestionamiento teórico-filosófico y preponderancia de contenidos moralizantes fija –finge– un eje conceptual sobre el que girar; un eje que se cree firme, pero que adolece de fragilidad –como trapecista sin cuerda–.
Un fragmento, a modo de ejemplo, de la mano de Elvira Sastre; el poema se titula
“Quiero hacer contigo todo lo que la poesía aún no ha escrito”:
Y de repente pasa,
sin esperarlo ha pasado.
No te has ido y ya te echo de menos, te acabo de besar
y mi saliva se multiplica queriendo más, cruzas la puerta
y ya me relamo los dedos para guardarte, paseo por Madrid
y te quiero conmigo en cada esquina.
Si la palabra es acción
entonces ven a contarme el amor, que quiero hacer contigo
todo lo que la poesía aún no ha escrito.
Cuesta tomarse en serio ciertas cosas, pero la crítica cultural haría bien en tomarse en serio cualquier cosa, por ingenua que parezca a priori. Así pues, procedamos de este modo.
La primera estrofa narra lo siguiente: él no se ha ido, físicamente, y ella ya lo echa de menos; él se va, físicamente, y ella, como no podría ser de otro modo, lo echa de menos. ¿Hay algo que objetar? No, salvo la pésima calidad lingüística y falta de contenido simbólico del poema, que, a fin de cuentas, no dista mucho de un escrito del primer diario personal de un/a adolescente. Así lo demuestran los juegos lingüísticos que encontramos a lo largo de sus versos: “pasa/ha pasado”, “besar/saliva/ me relamo”, “cruzas/paseo”, “puerta/esquina”.
Los mayores problemas, pero, llegan con la última estrofa –que es, a su vez, la última del poema–, porque denotan la total incomprensión de la poeta por el medio de expresión del que se sirve para expresar sus sentimientos.
Más allá del absurdo literal de: “Si la palabra es acción/entonces ven” –pues “si la palabra es acción”, no hace falta que “vaya”–, recaigamos en el sentido que encierran los cuatro versos: ella quiere que él le “cuente” el amor. Sin embargo, “contar algo” es referir un suceso, y referir es narrar un acontecimiento de palabra o por escrito.
¿Cuál es, pues, el error de Elvira Sastre –tan extendido hoy en día–? Pensar que la poesía sirve para narrar.
Hay una voluntad absoluta de ser narrativo, y de ser, uno mismo, narración –¡diré más!, de construirse, a uno mismo, mediante la narración–. Pero, lamento decirlo, la poesía no ha servido nunca para narrar, y mucho menos hoy.
Con lo cual, –volviendo a la metáfora del trapecista– no hay cuerda en lo poético- discursivo, –que es el ideal que persigue, subyacentemente, el poeta contemporáneo–. Solo hay cuerda en la poética construida mediante y sobre ruinas de “fugitiva belleza”; de núcleo ausente, que es, a fin de cuentas, el sentir común de nuestra era.
Así pues, el camino poético que nuestro tiempo exige, creo, es completamente inverso: el yo-dañado debería partir de sus partes, que, por partidas, han caído fuera del dominio de lo lingüístico, y sublimar la imposibilidad, no de la dicha, sino de la ausencia de consistencia nuclear del decir-aquí-hay-poesía-y-aquí-estoy-yo.
En resumen: señalar la ausencia, instaurar el quehacer poético en dicha ausencia, y abordar el poema con un decir-ausencia.
La poesía ya no existe.
Entiéndaseme: no existe como posibilidad posible, sino como imposibilidad posible. Quien intente crear, lo sabrá.
Aún así, ¿hay que decir? Claro. ¿Claro? Bien, ¿qué haríamos sino? Hay que llenar la pérdida, pero hay que llenarla con pérdida –y poesía será lo que quede–.
Por ello, hasta cierto punto, tiene poco sentido articular un poema al estilo de la Divina Comedia de Dante. Si bien, es una obra maestra, y como consecuencia es a-histórica, hoy en día, pretender emprender dicho cometido sería, cuanto menos, absurdo; un acto de pedantería mayor. Pues, en este mundo, ¿quién tiene tanto y tan distinto que decir? Habría que aceptar, quizá, que el mayor acto de poesía que existe para este momento es una especie de silencio poético, y que todo lo demás, está de más en algún u otro sentido.
Pero, para los que despreciamos a Wittgenstein por sentir el silencio como un imposible, haríamos bien en dejar de lado nuestras aspiraciones totalizantes, para, definitivamente, centrarnos en mostrar la pérdida del <<espacio poético>> mediante el
gesto
mínimo
de decir adiós, pero
me quedo.
Podríamos rastrear en Franz Kafka o, quizá también, en el cine de David Lynch, cierta voluntad aquí descrita.
La construcción del relato como un imposible. La narración como sentido de una ausencia de sentido.
Ciertamente, a mí mismo se me antoja como un sinsentido escribir con sentido. Creo que escribir, hoy, tiene más que ver con el hecho de escupir restos de sentidos múltiples, sobre un pozo entrópico y sin fondo de subjetividades perennes. Es decir, –expresado, poéticamente–:
Yo quiero callar. Yo quiero estallar En un silencio vívido
Como las olas de un mar petrificado De tanto sonreír.
– ¿hola?, ¿hola?, ¿qué hora es? –
Por eso escribo. En eso escribo: ausencia de presencia y deseo de hacer algo
que desfallezca conmigo. – ¿hola?, ¿hola?
¿qué hora es? –. Sopla viento. Hay frío. Soy momento que se fue.