La procesión va por dentro

Rafa G. Bonilla
18 de abril de 2020

 

Este Jueves Santo, a las 11 en punto de la mañana, me encontraba yo sacudiendo mi alfombra de pie de cama. Debería haber estado trabajando, pero esa es otra historia. Asomado a la ventana, entre el polvo que levantaba cada sacudida, atisbé a ver a un vecino a través de su propia ventana. Estaba totalmente pertrechado de nazareno, procesionando solemne en su salón. Caminaba en el sitio lentamente, y tenía los brazos alzados como si portara una talla. Imagina la estampa. 

Vaya —me dije—, la procesión va por dentro. Por dentro de casa. 

Imaginé que ese vecino, a quien no conozco personalmente —hay más de ciento ochenta viviendas ocupando toda una manzana—, habría puesto el DVD de la procesión del año pasado y la estaría reviviendo para expiar también los pecados de este año. O mejor aún, estaría haciendo una tele procesión a través de Zoom con todo el resto de cofrades. Si además hubiera llevado unas gafas VR se me habría caído la alfombra a la calle del estupor. 

Dejé la alfombra a salvo en el suelo, a medio sacudir, y enseguida fui a buscar los colores de su atuendo, por curiosidad más que nada, capirote rojo y túnica negra. En un par de clics comprobé que pertenecen a la cofradía del Santísimo Cristo de la Luz, cuya imagen, del mismo nombre, es una de las creaciones más conocidas y alabadas de Gregorio Fernández. 

Vaya —me repetí a mí mismo abandonando ya toda idea de terminar de sacudir la alfombra. Y me puse a pensar sobre la culpa. No sobre la pagana, la de toda la vida, a la que considero necesaria, e incluso saludable. Necesitamos, como individuos, tener ese sentido de culpa, saber en nuestro fuero interno cuándo hemos cometido un mal y, siendo conscientes de ello, cargar con ese pesar, con ese remordimiento que quema hasta resarcir el mal causado, o hasta obtener el perdón de quien ha sido agraviado. Es curioso, porque esas dos (resarcir el mal u obtener el perdón) son las únicas maneras. El tiempo, ese que suele arreglarlo todo, o atenuarlo al menos, no tiene poder aquí, y no hace que la culpa, si es verdadera y está bien fundamentada, desaparezca o se olvide. Ni un poquito. 

Y es que esa culpa es el mecanismo de defensa que utiliza nuestro cerebro para el buen funcionamiento del mismo, para establecer un equilibrio en la cuerda floja, que es de lo que se trata, de lo que trata también la vida en sociedad, o algo parecido. 

Cosas del bien y del mal, supongo. 

Pero no, yo me puse a pensar acerca de la otra culpa, la religiosa, la de la expiación por medio de una absolución sacerdotal o de una penitencia, de cualquier pecado por muy grave que haya sido —llámese pecado a cualquier transgresión de un precepto religioso—. Los pecados son, en definitiva, los causantes de la culpa religiosa, esa culpa que acarrean (o al menos deberían) los cofrades que procesionan y guardan duelo por la muerte de Cristo en Semana Santa. 

La verdad es que más que pensar no hice más que plantearme preguntas. Algunas recurrentes, pero otras que no se me habrían ocurrido si no llego a ver a mi vecino en su salón. Viene de muy de atrás esto, ¿no? —me pregunté—, ¿y por qué demonios irán disfrazados de esa guisa? ¿Por qué hay quien procesiona descalzo, o se flagela, o incluso se deja crucificar? ¿Tan grave es el pecado cometido, o solo es grande el sentimiento de culpa que provoca tal acción? 

¿Aliviará el dolor interno causado ese dolor externo autoinfligido? Si esto es recurrente, con periodicidad anual, ¿se puede pecar todo lo que se quiera, amparándose uno en la debilidad del cuerpo y en la imperfección que sufrimos por ser humanos, para luego ser perdonado siempre en las mismas fechas y utilizando el mismo método? Si es que Dios existe, ¿estará sintonizando esto? ¿Le hará algún caso? ¿Influirá para que tome sus decisiones divinas en el día del Juicio Final, cuando tenga que decidir si mandarnos al cielo o al infierno? Si Jesucristo murió por nuestros pecados, así en general, ¿por qué tenemos que continuar teniendo ese sentimiento de culpa? ¿Por qué tenemos que seguir pidiendo perdón, o por qué tenemos que rezar tres padrenuestros y un Ave María para que se nos perdonen los supuestos pecados que hayamos cometido cada día, o cada semana? ¿Acaso es que Jesucristo murió para que Dios nos perdonase solamente los pecados que se habían cometido hasta ese momento, y a partir de entonces comenzó a apuntarlos de nuevo en su libreta de los pecados? 

Seguí planteándome preguntas durante un rato más, pero ya no recuerdo el resto. Me serví un Paternina reserva en copa ancha y me tumbé en el sofá para tratar de digerir tanta pregunta sin respuesta. Ni todas las misas que he presenciado, ni siquiera los cuatro largos años que pasé durante la infancia en el seminario de Astorga me ayudaron ni un ápice para encontrarle algún sentido, para dar alguna respuesta convincente a alguna de las preguntas. Bueno, sí, pero solo las encontré para las dos primeras: 

Sí, esto viene de muy atrás, de la Edad Media, supe luego tras investigar un poco, y esos disfraces, ese capirote y esa túnica, son vestigios de los capirotes y las túnicas que utilizaba la Santa Inquisición para marcar a los reos, a los condenados que habían contravenido a la Iglesia, para que todo el mundo supiera que habían pecado o cometido un delito, y en señal de penitencia. Su nombre original —que ha perdurado hasta nuestros días— es sambenito. Ese sentido de penitencia del cucurucho inquisitorial se trasladó luego a la Semana Santa por simple analogía. Y hasta hoy. 

El resto de preguntas sobre la culpa, me temo, corresponden al mundo de lo etéreo, donde solo Dios, o en su defecto, un análisis pormenorizado de la psique humana, puede dar una respuesta convincente. Yo, como ni lo uno ni lo otro, me asomé de nuevo a la ventana cual James Stewart venido a menos, con la copa de Paternina mediada, a ver desfilar en el sitio a mi vecino, que allí seguía. Con la procesión por dentro. 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *