Buena Música

Mario Blanco
26 de marzo de 2020

 

Hace poco me topé con un vídeo de una conferencia del tenor granadino José Manuel Zapata, en la que hablaba, con no poco sentido del humor, de la importancia de educar el oído en la buena música. Según él, la buena música es la que hicieron Bach, Beethoven, Mozart, Chopin… Pero también la que hace Queen, Radiohead, Björk, John Williams y Alberto Iglesias, entre otros. Más allá de la disputa acerca de qué grupos o artistas actuales deberían engrosar esta lista, el mensaje quedaba claro de inmediato. Existe una música a la que se la puede calificar como buena, y esa calificación no puede identificarse con ningún género musical concreto, ni tampoco encorsetarse en ningún periodo artístico específico. En otras palabras, ni toda la música clásica es buena, ni solo la música clásica es buena. Y lo mismo podría decirse de la música pop, rock, heavy, electrónica, jazz, blues y de cuantos géneros y subgéneros podamos distinguir en la vasta variedad de músicas que se escuchan hoy en día. La buena música es transversal. Atraviesa las barreras del estilo y el tiempo.

Hasta aquí todo marcha bien. Pero, si aceptamos lo anterior, rápidamente sobreviene una pregunta a nuestra mente, a saber, ¿qué se le exige a una música cualquiera para poder ser calificada como buena?, ¿qué cualidades debemos buscar durante este acto calificativo? En definitiva, ¿qué es lo que hace que una música sea buena? Esta es una de esas grandes cuestiones a la que muchos filósofos, desde la Antigüedad hasta nuestros días, han dedicado largas horas de reflexión; una de esas cuestiones que, aun sabiendo que quedarán sin respuesta, no podemos resistirnos a intentar contestar. Desde Platón hasta Adorno, pasando por San Agustín, Rousseau, Kant y Nietzsche, mucha ha sido la literatura generada en torno a esta cuestión. Por supuesto, todo son intentos fallidos, o al menos incompletos, pero altamente provechosos.

Sin embargo, a pesar de la familiaridad de esta expresión y de lo habitual que es oírla tanto en charlas informales como en conferencias especializadas, lo cierto es que ha perdido completamente su significado. Y se ha perdido no porque resulte ininteligible, sino por falta de un contrario con el cual confrontarlo. Si bien hablar de buena música resulta cotidiano, cada vez es más raro escuchar a alguien hablar de mala música. Las pocas críticas que se oyen responden a la dinámica propia de los haters de las redes sociales, y son tomadas como exabruptos sin sentido de quienes no tienen nada que decir y solo pretenden llamar la atención. Sumergidos en esta dinámica, la crítica honesta ha sido suplantada por un buenismo de cara simpaticona, flojo de ideas y de sensibilidad tosca. La opinión verdadera queda relegada al ámbito privado por miedo a que pueda ofender. El propio Zapata cae en esta misma dinámica cuando, preguntado por Lola (una niña del público) acerca de por qué es malo el reggaetón, el tenor apenas hace una crítica superficial de este género. Ritmos demasiados sencillos, melodías excesivamente simples, letras de corte machista… Dejando a un lado el asunto de las letras (que por sí solo daría para escribir unos cuantos párrafos), los dos otros puntos de crítica resultan demasiado generales. Pocos ritmos hay más sencillos que el de la archiconocida We Will Rock You; y su estribillo, uno de los más celebrados y cantados de toda la historia del rock, no brilla por su complejidad melódica. Por todo ello, siguiendo los argumentos de Zapata deberíamos concluir que, como poco, We Will Rock You no pertenece al reino de la buena música, o que incluso roza la linde de la mala. Majadería evidente. Por suerte, Zapata no asevera tal cosa.

La falta de una crítica musical profunda, sumada a la inexistencia de una educación musical aceptable, trae como consecuencia el anquilosamiento de nuestras capacidades sintientes. Las sensibilidades merman a medida que aumentan las listas de números uno de las radios y plataformas de streaming. Consiguientemente, la sensibilidad de nuestras sociedades goza cada vez de menos matices. Y la sensibilidad, si bien puede trabajarse con la música (y el arte en general), no solo se aplica en ese ámbito. Hace falta sensibilidad para tender una mano amiga al compañero que sufre bullying. Hace falta sensibilidad para comprender y hacer propios los derechos de los animales. Hace falta sensibilidad para formar una sociedad concienciada contra la corrupción de cualquier clase. En fin, que hace falta sensibilidad para crear una verdadera comunidad.

Para hablar de buena música es necesario hablar de sensibilidad, o sensibilidades, según se prefiera. Eso sí, sin caer en la mojigatería y el optimismo barato que inundan tanto las redes sociales como las servilletas de algunos bares. Y es que, paradojas de la vida, cuanto más merma nuestra sensibilidad más crece la palabrería en torno a ella. Será que quizás ya no sentimos si no es con palabrería.

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