El miserable

José Luis Espericueta
20 de abril de 2020

La primera vez que escuché esta palabra por la calle, pensé que era una nueva edición de esa cerveza mexicana que sabe a meados. Como es muy mala y demasiado cara, no le presté atención al asunto; después de todo, como buen vagabundo francés, soy fiel a la Perlembourg que venden en el Lidl. Tuvieron que pasar varios días para que me diera cuenta de que era una enfermedad. Era jueves por la tarde cuando al llegar al parque vi que algún despistado había olvidado su periódico en el banco donde suelo sentarme. Al acercarme encontré en la primera plana una foto de chinos con mascarillas, y en letras grandes: “EL CORONAVIRUS SIGUE EN AUMENTO”. Inmediatamente después, recordé que la última vez que había escuchado la palabra “virus” fue en una visita médica. El doctor me había explicado que el dolor en mis partes se debía a esto. En cualquier caso, y a pesar de que ya no pueda follar, yo sigo bien vivo, así que pasé a la página de los crucigramas.

Me di cuenta de que era una cosa seria cuando aquella noche la gente caminaba apresuradamente mientras veía en sus móviles una conferencia en vivo del presidente: eso pasa siempre cuando hay atentados terroristas. No me siento mal por no haber sabido antes, tampoco mis compis sabían nada, ni siquiera el presumido de Bentón, que solo por viejo piensa que es más inteligente. Lo único que me jodió fue que yo no entendiera el chiste de un hijo de puta. “Te daría limosna si aceptaras tarjeta”, me dijo mientras se reía burlonamente. Parece ser que ese virus, a diferencia del mío, se puede pasar con las monedas, por eso la gente me daba cada vez menos dinero.

Pero, para ser sincero, lo que el Corona me ha quitado en dinero, me lo ha dado en poder. Basta con que haga el amago de escupir para que cualquier gilipollas salga despavorido. Ahora los escupitajos se han convertido en el arma más letal. Además, conforme la gente se aislaba en su casa, he adquirido el poder de mear donde me plazca; también puedo romper cualquier máquina expendedora de comida y comer lo que quiera. En fin, soy casi como un dios.

Por su parte, los otros mendigos han hecho como yo. Hace tres días tuvimos que dividirnos la ciudad para que no nos partiéramos la cara a causa de nuestras estúpidas peleas. Cada uno tiene dos barrios, solo el centro es neutral: sin un enemigo en común, los conflictos surgen más fácilmente. Además, desde que escasea el alcohol y tomamos solo agua de las fuentes, nuestras cabezas se desorientan. Sin gente, no hay limosna; sin limosna, no hay alcohol, y robarlo ya no es opción, pues la policía cuida de los supermercados.

Al inicio los pitufos nos dieron un poco de lata, pero como los albergues se convirtieron en hospitales improvisados, no les quedó más remedio que dejarnos a nuestras anchas. Nadie se preocupa por nosotros, si acaso algunas personas dejan comida para los animales afuera de sus portales, supongo que los perros no pueden contagiar el bicho. En cambio, si yo muriera de hambre, sería alguien menos de quien ocuparse cuando todo esto acabe.

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Han pasado doce semanas y esto no tiene pinta de acabar. La falta de alcohol comienza a hacer estragos en mí, incluso he comenzado a echar de menos a las personas. No es que sienta algo bueno por ellas, ni mucho menos; hoy, por ejemplo, alguien me gritó desde su balcón: “muérete ya de una puñetera vez”.

De hecho, esa parece ser también la estrategia de la policía y los políticos. Ellos nunca me han querido vivo, menos lo harán cuando intenten regresar a la normalidad. No es el apocalipsis como gritaba sin parar Tricoloco desde su territorio, no. La humanidad seguirá viviendo, pero algo no volverá a ser como antes. Tal vez pasará igual que con mi virus… ¡Castrarán a la parte más podrida de la ciudad!

¡Ja, ja, qué cabrones! De todos modos no lograrán deshacerse de mí, deberían saberlo.
—¡Yo estoy dentro de ustedes! ¿Me escuchan? ¡Como un verdadero parásito! El peor de los virus se encuentra en nuestras entrañas, soy yo, son ustedes.

Yo no nací para ser Dios, ¡qué aburrido ser Dios! Mi misión es recordarles su miseria eterna, ¡yo soy la encarnación de ella y lo seguiré siendo hasta el final de los tiempos!

Necesito encontrar algunas monedas, tan solo sesenta céntimos para una cerveza…

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—¡Bentón! ¿Dónde estás? ¡Tienes que escuchar esto! ¡Han metido a Michel a la cárcel!

—¿A la cárcel? ¿Pero qué mierdas ha hecho?

—Dicen que ha entrado a un supermercado y ha comenzado a lamer las frutas y verduras, que ha abierto los frigoríficos y escupido en las carnes. Luego que ha ido al pasillo de los desodorantes y los ha probado en sus axilas peludas. Al parecer, cuando la policía lo detuvo, estaba en la sección de ropa interior, secándose el sudor. Ja, ja, me imagino la cara de las pobres señoras.

—¿Y qué más sabes de él?

—Nada, solo que le han imputado cargos de terrorismo.

—Ay, pobre muchacho, si tan solo hubiera sabido que hoy era el último día de la cuarentena.

 

Foto: Treintay2

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